Por Jorge Tovalín. Publicado originalmente en Muy Interesante, edición especial de septiembre 2015
Desde hace prácticamente un siglo la compra y lectura de historietas ha sido parte de la dieta de entretenimiento para un sector importante de la población mexicana, que pese a estar inmersa en una permanente crisis económica y al auge de divertimentos como el cine, la televisión, Internet o los videojuegos, sigue invirtiendo parte de sus ingresos en saciar su sed de aventuras, romance, terror y balazos por medio de las viñetas.
En los años 70 y 80, varios lustros antes de la apertura de la primera tienda de cómics en el país, se practicaba el alquiler de cuentos, cuando cuentos era el nombre con el que se conocía en México a las historietas, ya fuese protagonizadas por personajes nacionales o extranjeros (la palabra cómic comenzó a usarse en nuestro país hasta los 90, en un curioso esfuerzo de los lectores por diferenciarse de quienes consumían historieta mexicana).
De acuerdo con el periodista de cómics y rock Everardo Ferrer, los lugares donde los amantes del noveno arte podían rentar historietas no necesitan ser revisterías establecidas, sino incluso simples puestos improvisados en la puerta de una casa, en lo que un tendedero de ropa y un letrero de Se alquilan cuentos constituían el escaparate para el producto. ¿La condición para disfrutar de ese préstamo? Leer el material en el mismo puesto, claro, a menos que se contara con la confianza del tendero, quien entonces dejaría que el aficionado se llevara la historieta a casa, con la condición de regresarla lo antes posible y en buen estado. Este ciclo se repetía suficientes veces para permitir que el dueño de los cuentos recuperara su inversión y tuviera alguna ganancia por cada ejemplar alquilado.
También existían otras opciones, como las revisterías de usado, donde por una módica cantidad el cliente podía intercambiar un cuento ya leído por otro número de la misma publicación. Esto permitía al lector ahorrarse el gasto en historietas, el espacio de almacenaje y, al mismo tiempo, le facilitaba seguir los títulos que narraban una historia continua.
Mientras que el alquiler de cuentos en español fue una suerte de negocio intermitente, de ocasión, los locales que se dedicaban al intercambio de revistas murieron con la extinción de la historieta popular nacional. Pero poco a poco el material impreso en Estados Unidos comenzó a encontrar un nicho de consumidores en este lado de la frontera.
El padrino del cómic gringo en México
Mucho antes de que Sheldon Cooper y compañía volvieran cool el coleccionismo de cómics y parafernalia relacionada, las historietas estadounidenses (en inglés) ya eran viejas conocidas de los lectores mexicanos, pues desde los años 60 la distribuidora DIMSA trajo al país, aunque de manera no muy constante en su numeración, diversos títulos que habitaron los estantes de supermercados y tiendas departamentales como Sears y Sanborns.
Entre los primeros punto de venta especializados donde los lectores de la Ciudad de México pudieron adquirir no solo historietas en inglés, sino playeras alusivas, figuras y tarjetas coleccionables, se encontró un puesto de lámina ubicado en la esquina de las calles Sadi Carnot y Puente de Alvarado, en el barrio de San Cosme.
Atendido por Tío Beto o Don Beto, un joven treintañero que ofrecía buen precio y trato a sus clientes, este mítico puesto, que inició actividades en verano de 1991, tuvo el valor agregado de haber iniciado operaciones antes del boom del cómic (que comenzó con la publicación de La muerte de Superman entre diciembre de 1992 y enero de 1993) y la subsecuente proliferación de tiendas especializadas en historietas.
Lamentablemente Don Beto falleció. Sin embargo, su enmblemático puesto le sobrevive, ahora dedicado a la venta de ediciones mexicanas de cómics extranjeros y otros coleccionables.
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