Por Aldo Iván Espinosa. Publicado originalmente en Comikaze #9 (julio de 2010).
Los bombardeos de la fuerza aérea norteamericana han devuelto la libertad a cuatro leones en Bagdad. Pero… ¿es suficiente traspasar los muros derrumbados para no estar preso? ¿Cuántas versiones hay de la libertad? Sin otra guía que el instinto, Noor, Safa, Zill y Ali emprenden un viaje por la reconciliación, la sobrevivencia y un mundo a punto de desaparecer.
Contrario a lo que pudiera esperarse, un relato protagonizado por leones no es por fuerza una fábula, así como la lectura de un ensayo sobre la libertad no vuelve libre a su lector. La apariencia del mundo y lo que es en realidad, así como una constante reiteración de que nada es para siempre, son las premisas básicas a través de las cuales el escritor Brian K. Vaughan y el artista Niko Henrichon buscan contar una historia (Pride of Baghdad, 2006) cuyos límites están pretendidamente eliminados, toda vez que la ficción, en su esencia más pura, es también un punto de quiebre entre lo concreto y lo inasible.
Así, los cuatro leones echan a andar por un evento a la vez fortuito y anunciado: según las aves del zoológico, el cielo se está cayendo. Incapaces de impedirlo, la pequeña manada encuentra en el bombardeo la materialización de sus deseos y temores más profundos. Literalmente caída del cielo, la libertad es una condición esperada por unos, y perdida por otros.
He aquí a la manada: Zill, el macho líder del grupo, es temeroso y nostálgico. Entre los recuerdos de su vida pasada, son dos los que más ocupan su memoria: la escasa comida y el rojo incandescente de los atardeceres (“al final del día”, recuerda, “miraba cómo el horizonte devoraba al sol con mordidas lentas y firmes, derramando su sangre a lo largo del cielo azulado”.) Noor, la hembra joven, femenina y decidida, se ve libre justo cuando conspiraba, ayudada por antílopes y monos, para escapar del cautiverio. Safa, la anciana tuerta, mira con recelo las jaulas abiertas: es sobreviviente de un apareamiento masivo (similar a una violación) que le hizo perder algo más que un ojo y una oreja. A su vez, el cachorro Ali jamás ha conocido la vida salvaje, pero su imaginación se ha alimentado de los recuerdos de Zill (la caza, los atardeceres) y la mala opinión de Safa (“deberías estar agradecido que sea ésta la única vida que conoces”).
A partir de estas características Vaughan y Henrichon tejen su historia: las realidades, los deseos y los temores de cada uno se tocan en algún punto del entramado narrativo, generando con ello una situación no de reflejo, sino de opuesto. Los bellos atardeceres de Zill se encuentran con las múltiples penetraciones de Safa, mientras que el acto rebelde de Noor para recobrar su libertad se contrapone a la libertad que gana Ali gracias a un bombardeo inesperado.
Los contrarios no terminan ahí: Ali, cachorro ágil y aventurero, encuentra en Zill a un macho algo viejo, precavido y lento, mientras que Noor no comprende la reticencia de Safa para abandonar la antigua jaula, al mismo tiempo que la anciana, vieja conocedora del mundo, no halla explicación al deseo de libertad de la joven hembra. Y las diferencias naturales: los machos son guerreros, las hembras cazadoras.
Estas diferencias, sutiles o evidentes, hacen que la libertad, tema central de la novela, se mire desde distintas luces, ya sea como un obsequio o como una condición impuesta, perdida o ganada. Si para Zill y Safa perder la libertad fue cosa buena (él ganó alimento diario y ella la garantía de la sobrevivencia), Noor mira el cautiverio como una afrenta: la libertad perdida sólo puede recuperarse luchando por ella (“la libertad no la regalan: se gana”, le dice en algún momento a Zill). Ali, por su parte, jamás ha conocido la libertad pero tampoco la ha perdido: es tan libre como puede serlo un cachorro en cautiverio, y no es más libre una vez que ha abandonado el zoológico.
¿Qué es entonces la libertad? ¿Es tal y como la define su concepto? Y sin embargo, atrapados en sus deseos y necesidades personales, su nueva condición los hermana: traspasar los muros del zoológico se convierte, para la manada, en una paulatina e inminente pérdida del paraíso.
El zoológico en ruinas es la manifestación más acabada de lo que podría llamarse un paraíso perdido. La tranquilidad del apareamiento, el alimento diario y una sombra para el reposo eran parte de un encierro que les garantizaba una existencia tranquila y sin sobresaltos. Emancipados, cada paso que dan los aleja de todo eso. Su nueva condición parece, por momentos, un descenso a los infiernos.
De la cálida aridez y los tonos amarillos que imperan en los últimos momentos dentro del zoológico, Henrichon pasa a ilustrar las calles de Bagdad con tonos extremos: rojo y naranja para una ciudad en ruinas que bajo los rayos del sol no ofrece ya sombra alguna, y el azul para la oscuridad en el interior de las casas y edificios que aún quedan en pie. Estas tonalidades logran transmitir lo inhóspito de su nueva realidad, ajena y desconcertante, como si estuvieran a merced de un castigo no merecido.
En esta inesperada lucha por la sobrevivencia descubren la redención, cumplen su palabra dada, y aprenden que los deseos pueden volverse realidad y aún así no ser lo que prometían. Parece cumplirse en ellos la sentencia que Dante encuentra a las puertas del infierno: que se pierda toda esperanza al traspasarlas. Abandonado por sus captores y a merced de las tropas invasoras, el grupo toma conciencia de su necesidad de permanecer unido para salir ileso (o vivo) de aquella travesía.
¿Pero cuánto tiempo pueden resistir así? Las tonalidades de Henrichon cumplen con otro propósito fundamental: ilustran el inminente paso del tiempo. Las horas del día se agotan y nada queda ya del mundo que todavía por la mañana conocían. Si nada es lo que parece, entonces nada tampoco es para siempre. Poco a poco, a medida que el sol va declinando su reino a favor de la noche, el hambre, el cansancio, los obstáculos y peligros que han tenido que sortear, van minando sus posibilidades de salir con vida. Es entonces cuando sucede: el mundo se ilumina, la curiosidad puede más que el miedo y Ali, por entre las ruinas y sin cerrar los ojos, conoce por fin los atardeceres.
Con una bien lograda capacidad para que los personajes se maravillen ante lo nuevo (lo desconocido que busca explicación en la experiencia vivida, de manera verosímil), diálogos que encierran sutiles juegos de palabras (“Esta tierra. Es desigual”, comenta Safa temerosa) y una narrativa que busca no tomar partido, Vaughan y Henrichon logran contar una historia de cuatro leones que aprenden que no hay nada como el hogar, cualquiera que este sea y dondequiera que se encuentre.
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