Por José Miguel Alva y Mayra Benítez
La edad de oro de la historieta mexicana fue un fenómeno industrial y de lectura que dio la oportunidad de desarrollo a varios artistas, quienes gracias a la fuerte demanda del producto se convirtieron en verdaderas máquinas creadoras. Del nutrido grupo de talentos que participaron en dicho movimiento, destaca el nombre de Gabriel Vargas., cuya obra maestra cumplirá en 2018 siete décadas de haber aparecido.
Su carrera inició en 1932, cuando fue aceptado como ayudante en el departamento de dibujo del diario Excélsior, en el cual permaneció una década, tiempo en el que tuvo la oportunidad de foguearse como guionista y dibujante, realizando infinidad de ilustraciones, viñetas, cartones e historietas.
En 1942, Don Gabriel ingresó a las filas de la cadena periodística García Valseca, donde su primera colaboración fue con la serie Los Superlocos, en la que destacó el personaje Jilemón Metralla y Bomba. Fue tan grande su impacto que llegó a publicarse simultáneamente en el diario Esto así como en las revistas Pepín y Paquito. La imagen de Jilemón se comercializó en muñecos de barro, plástico y madera, además que su figura saltó a escenarios como el popular circo Atayde Hermanos, a la vez que en la radio tuvo su propio espacio en la XEQ, con Las aventuras de los Superlocos.
La característica principal del personaje fue su facilidad para engañar a la gente, pues Jilemón era mentiroso, conchudo y convenenciero, pero principalmente muy creativo e ingenioso, elementos que le hacían salir siempre bien librado de todas sus aventuras.
Esta serie fue el antecedente directo de La Familia Burrón, pues en ella era evidente su visión aguda y crítica de la sociedad, así como la incorporación de escenas costumbristas y el lenguaje que tanto caracterizó a Don Gabriel, lleno de modismos populares y de expresiones chuscas.
Ante el éxito de Jilemón, un amigo retó a Gabriel Vargas a crear un personaje femenino que lo superara. Así, Vargas dio vida a Borola Tacuche de Burrón, quien fue parte de una nueva etapa en la carrera de Vargas: El señor Burrón o Vida de perro, historia que comenzó a publicarse en unas cuantas páginas del Pepín, y que dada su aceptación pasó a la revista Paquito Grande con el título de El señor Burrón.
Ésta fue una historieta de humor que narraba la vida de una familia de clase media baja en una vecindad de la ciudad de México, cuyos protagonistas eran Regino Burrón, su esposa Borola (una caprichosa niña rica que de joven se casó con un humilde peluquero y no se resignaba a su nueva vida en la vecindad) y sus hijos Reginito y Macuca.
Tras cuatro años de circulación, en 1952, con el afán de renovarse, Vargas terminó con la serie El señor Burrón, rebautizándola como La Familia Burrón, historieta de 100 páginas que se publicaba tres veces al mes (algo asombroso entonces y ahora).
Como comentábamos, Borola, quien se volvió el personaje más popular de la serie, apareció inicialmente como una niña rica, consentida, caprichosa y traviesa. Pero de adulta la encontramos como una mujer casada, agresiva, irreverente y bravucona, que regularmente no hace caso de los regaños de su marido, además de ser bromista, metiche, habladora, lista y muy ocurrente.
La hiperactiva Borola es defensora de las mujeres de su entorno social, pues crea diversas campañas (ya sea por la salud, contra la mugre o para que los hombres den el gasto del hogar), a la vez que se da el tiempo para inventar juegos mecánicos que funcionan con botes de aluminio y motores de licuadora, formando una feria vecindera en la que cobra a los inquilinos por divertirse, todo con el propósito de no verlo tristes o aburridos.
Posteriormente aparecería una Borola más aguerrida, pero también más consciente y preocupada por su familia y la gente de su vecindad, quien ya se torna obediente ante los regaños de su esposo, pero que sigue siendo metiche, bromista y malora.
En esta etapa se volvió muy prolífica en cuanto a inventos se refiere, pues entre sus creaciones figuraron el primer tren subterráneo, que corría desde el Callejón del Cuajo a la Merced; el primer ferrocatren aéreo, que iba colgado de un mecate; un helicóptero de madera con motor de licuadora, para llevar al viejerío al mercado; el servicio extra-rápido que mandaba a la gente al trabajo lanzándolos con un cañón; o los servicios funerarios más económicos, que constaban en enviar en cohete a los difuntitos hasta otro planeta, entre otros inventos.
Borolis siempre estaba en búsqueda de ideas para dar de comer a la familia y al vecindario: inventó las albóndigas de chapopote, los chilaquiles de cartón de caja de zapatos y periódico, a la vez que formuló nuevos platillos aprovechando los gusanos de las macetas e hizo comer pasto y corteza de los árboles a su familia.
La Familia Burrón reflejó aspectos de la vida cotidiana, principalmente de la ciudad de México, por medio de sus más de 70 personajes que transitaron por los escenarios y elementos grabados en la memoria de Don Gabriel: vecindades, barrios, mercados, jardines, cantinas, pulquerías, camiones (con gente colgada del estribo y el toldo), rateros, cuicos y perros callejeros.
Según el propio maestro Vargas, él se dedicó a recorrer las colonias populares para ver de cerca a la gente, contemplar el folklore y el colorido urbano. Así visitó carpas, cines, teatros y cabarets, mientras caminaba por San Juan de Letrán, Santa María la Ribera o Tacuba, retomando elementos que logró plasmar en todas las series que derivaron de La Familia Burrón.
Por años Vargas entró a las vecindades, narrándonos de forma jocosa sus aventuras, tristezas y alegrías, recreando la vida cotidiana de los mexicanos, plasmando sus fiestas, tradiciones y problemas. Hoy y siempre, en La Familia Burrón nos reencontramos con ese enorme sector popular que se niega a desaparecer, no por voluntad del autor, sino porque sigue vivo.
Basta asomarse a cualquier vecindad o edificio departamental para certificarlo.
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