Por Miguel Ángel Garro, El Androide. Publicado originalmente en Comikaze #9 (julio de 2010).
Incesante lava escurren las oxidadas calderas. El hedor del azufre aturde hasta al más embozado demonio. Largas cadenas se arrastran mientras incandescentes brasas chisporrotean esquirlas. Un hombre muerto, un esclavo del infierno en busca de redención. Su piel quemada remite al llanto de un millón de almas. Confusión. La más ardiente musa cornuda, una distante emoción. El recuerdo de una caricia le hace resistir, pero sólo en su mente. Su cuerpo profuso reacciona. Él sabe que algo anda mal y no le importa. Su existencia es ajena a este tipo de placeres. El calor fluye por todo su cuerpo, en sólo un chasquido el infierno se transforma. Las flamas arden, Mefistófeles se arrodilla. A lo lejos, un trono se subleva como porvenir. Es ahí a donde él pertenece, ese es su destino. Membranosas y picudas alas se extienden como señal de la llegada del monseñor de los pecados. Desde las cenizas las bestias braman. Hellspawn es el rey del infierno, aclamada sea la corona del rey.
En el 2002, Ashley Wood y Brian Michael Bendis eran un dúo difícil de superar. Ambos imperaban en el universo de Hellspawn. La guerra entre el cielo y el infierno había comenzado y con ella el satánico regreso de The Clown interfería en las vidas de personas en estado de crisis. Los de Wood no eran zapatos fáciles de llenar, tomando en cuenta su prolífica trayectoria y lo retorcidos que fueron los diez primeros números de la saga.
Entonces llegó un desconocido australiano al que Todd McFarlane, creador del personaje, le tuvo confianza. A partir del treceavo número, la mancuerna conformada por Ben Templesmith y Steve Niles tomó las riendas del penitente reino de Al Simmons. Una embocadura deliciosamente gore se saboreaba. Una metaficción que desmenuzaba la metamorfosis del ángel de la muerte; la fusión cuerpo-traje y el resto de su alma; devoradores de muertos mitad bestia, mitad humano; la muerte de Angela y Malebolgia, así como el renacer de viejos enemigos de Spawn, como el demencial Billy Kincaid.
Hellspawn gozaba de una oscura dinámica, pocas veces vista en la industria. Era uno de esos casos en los que la imagen hablaba por sí misma, una fantástica espontaneidad. Número tras número la trama evolucionaba. Desafortunadamente llegó la decimosexta entrega y con ella un final inconcluso. Se tenían en mente dos flamantes villanos que tal vez nunca verán la luz.
Un año después, Templesmith firmaría con sangre un pacto con la editorial IDW y con ello una suerte de exclusividad. Un pequeño cómic de vampiros se convirtió en por todos conocido. Quedaba claro que la comunión creativa entre Niles y Templesmith refería a una reinvención constante. 30 Days of Night fue un exitazo, catapultó a la editorial y llevó a sus creadores a ser nominados al Eisner. Una de esas insólitas ocasiones en las que un pequeño proyecto marca de por vida la carrera de un creador. La centelleante dupla fecundaría después engendros del mal como Dark Days y Criminal Macabre para Dark Horse, así como varias secuelas a los treinta días de noche.
Llegó el día en el que Ben sintió la inquietud no sólo de ilustrar, sino de escribir. Lo que inició con Fell (coescrito con Warren Ellis y publicado por Image) dio nacimiento a Wormwood: Gentleman Corpse, su primer epígrafe como creador, escritor y dibujante. Un frenesí de tentáculos de calamar, imponentes y semidesnudas chicas tatuadas y a veces enmascaradas, armas, sexo, cerveza, un robot cazador muy parecido a Billy Gibbons de ZZ Top, y un una lombriz que reside en el ojo de un catrín cadáver, exquisitamente acompañados de un filoso sentido del humor.
Con Wormwood llegaron las primeras nominaciones individuales al Eisner, así como al International Horror Guild. Una latente señal del potencial del canguro dandy.
Varios miles de lápices después, sin mencionar los botes de tinta, carboncillos, paquetes de calmantes y un par de millones de desagradables tazas de café instantáneo, una duda saltó a la vista. Algo que continúa martillando el rompecabezas mental de Templesmith es cuando la gente asume que todo este trabajo está hecho en una computadora. Aún quedan muchos allí afuera que piensan que quizá exista un botón que instantáneamente hace todo, sin ningún tipo de proceso o complejidad requerida. Tristemente para ellos, éste no es el caso.
Como Ben lo comenta en el bonus de Choker, su historieta en colaboración con Steve McCool, no hay nada mejor que una pieza de arte física, un artefacto al final del proceso. Aunque tuviera una [tableta digital de dibujo] Cintiq, apenas podría imaginar qué hacer con ella.
Tomando como canvas un tipo de papel muy delicado y con tonalidad sepia, Templesmith comienza con un dibujo a lápiz, una composición muy básica de la mano de su fiel amigo el lapicero HB. Le sigue el entintado con plumas precisas. Por alguna razón, siempre comienzo con líneas medianas, luego las más finas y minuciosas, seguidas de las más gruesas y largas, señalaría el artista.
Todo el tiempo Ben tiene en mente la gama de colores que alimentará la composición, por lo general con dejos sombríos y lúgubres. Las tonalidades vienen a continuación. Como él trabaja sobre papel teñido, puede atinar más fácilmente con los claros y los oscuros. Con sendos pinceles paladea las mieles de la acuarela. Con respectiva pintura blanca depura el volumen. En este punto ya se puede hablar de una pieza envidiable y apenas el scanner se está encendiendo. Básicamente, ochenta por ciento del trabajo está hecho.
Entonces añade texturas originarias de su vasto repertorio de fotografías y brushes personales. Una especie de mixed media donde resalta el collage de texturas, formas, escurridos y salpicados. Finalmente, con escasos trucos de Photoshop colorea lo necesario. Un blur por aquí, un brillo por allá, la pieza está terminada.
Influido por ases del calibre de Ralph Steadman, Ashley Wood, Dave McKean, Sam Keith y hasta el pintor austriaco Egon Schiele, su arte evoca una responsabilidad emocional hacia el lector. Su peculiar estilo ilustrativo y uso de los colores establecen el ánimo de la historia. De inmediato hace saber dónde está tomando lugar la historia y el sombrío, cruel y feroz devenir. No se necesita texto, el arte cuenta la historia.
Esta habilidad se manifiesta repetidamente en la obra de Templesmith. Epopeyas como la cyber-cruda Singularity 7; la honorable historia de japoneses samurai Blood Stained Sword; la licantrópica Welcome to Hoxford y la alienígena Groom Lake se manifiestan como serpientes de luz que se arrastran a través de las viñetas. Creaciones adoradas por pequeños grupos de entregados fanáticos. Las que editores recolectan con particular placer. Nociones preconcebidas de cómo la ficción, los cómics y hasta la realidad supondrían ser.
Percepciones contenidas en burbujas. Pequeñas y diferentes formas que se tienen de mirar al mundo. Para algunos, todos los finales son felices. Para aquellos, el peligro de ver al mundo como algo hermoso, pero conformista. Otros prefieren la burbuja del mundo cínico y oscuro: la búsqueda de la belleza en lo retorcido y maniaco. El apetito por lo desconocido. Tal vez esa sea la razón de porqué los vampiros, criaturas y hombres lobo de Ben Templesmith sean tan voraces.
El maquiavélico y autonombrado semi-calamar radica en San Diego. Desde sus headquarters ingiere litros de cebada, mastica bebés y cultiva diversos proyectos, como son increíbles reediciones en pasta grossa de Wormwood, su libro de féminas y tentáculos Squidgirls y una colaboración con la productora de filmes independientes Halo-8 para el proyecto Black Sky: World War. Lo mejor de todo es que su carrera es corta; no imaginemos lo que nos espera.